Crónica de un día de grabación de "Te tengo en salsa" en Montalbán.Cuando uno viene del teatro, y más aún del teatro de arte, donde la discusión de las ideas, los planteamientos estéticos, los temas tratados y la difusión de nuestro trabajo persigue algún tipo de trascendencia, uno tiene permanentemente innumerables cuestionamientos sobre la actividad televisiva y más aún sobre las telenovelas. Uno no sabe si estás renunciando a trascender o si por el contrario estás evolucionando con el mundo hacia el terreno de lo audiovisual, que a decir de algunos estudiosos es la nueva estación en la que se detendrán las manifestaciones humanas del futuro. Sin embargo, por más esfuerzo que uno haga, un director de teatro, acostumbrado a ser un poco la estrella, con las entrevistas para sí, con un cierto nivel de cobertura en los medios, y con un reconocimiento del sector cultural que masajea suavemente el más ascético ego, termina escondiéndose y volviéndose totalmente anónimo en medio de la vertiginosa industria televisiva. Entonces surgen las dudas: ¿Será que mi trabajo artístico dentro de este proceso de producción está tan desdibujado que no trasciende? ¿A alguien le importa? ¿Nos resignamos a desaparecer? ¿Que pasará con nuestro grano de arena en una telenovela? ¿Será que alguien se da cuenta de algún planteamiento que hacemos con ánimo de ser de avanzada? ¿Estaremos trascendiendo con nuestro trabajo?
Estas dudas inagotables tuvieron una respuesta taxativa una mañana en una calle de Montalbán.
Nos disponíamos a grabar una secuencia en la que nuestro protagonista (Luciano D’Alessandro) iba en su carro, se encontraba a la protagonista (Estefanía López) caminando por la calle en medio de llantos, la montaba en el carro, y se la llevaba de allí. La contrafigura (Mirela Mendoza) venía bajándose de un taxi y al darse cuenta de que Adriana le quería -una vez más- robar a Carlos Raúl, emprende una persecución a pie, en la cual se encuentra a César Román (Eduardo Orozco) quién decide acompañarla en su persecución a carrera limpia. Todo muy normal para ser una telenovela.
Sin embargo el destino nos deparaba las respuestas a nuestros profundos cuestionamientos sobre la trascendencia de nuestro trabajo en televisión.
Siendo escenas de calle, la producción pauta un pequeño grupo de extras (para quienes RCTV ha encontrado la eufemista denominación de “modelos”) quienes tienen la tarea de caminar por las solitarias calles de Montalbán para que por cámara no se vean tan solas y feas como están.
Por costumbre en cada pauta converso un rato con los modelos, pregunto sus nombres y pregunto en calidad de qué han sido pautados. Algunos serán taxistas, otras señoras en la calle, otros dueños de kioscos, y cualquier otra cosa que pueda ser necesario y que se le haya ocurrido a las personas que hacen la pauta, o que yo mismo haya pedido por algo en especial. Para mi es muy importante conocer los nombres de los modelos, de manera de poder darles instrucciones por el talk back -o tolbác, o torbac, según sea quien lo diga-, el sistema de amplificación de audio que permite que el director imparta instrucciones a actores, modelos, utileros, etc. Si no sabes como se llaman terminas llamándolos “la muchacha con la camisa azul”, o “el joven de pelo largo” cuando necesitas darle indicaciones como que se muevan a la derecha o que caminen más lento.
Pues ese día apenas comenzaba mi rutina de preguntar cuando me encuentro con una muchacha delgada, normal, graciosa, echada para adelante, de esas que a pesar de todo lo que tengan en contra, tiene la actitud de que tienen todo a favor, o por lo menos que se va a ubicar detrás de los actores en esas escenas de desencuentro amoroso, de manera de ser vista por sus familiares, por sus amigos, por sus vecinos y hasta por algún productor que algún día descubrirá en su cara la nueva Penélope Cruz, pero claro, no de Madrid, de Montalbán.
Luego de los saludos de rigor, cuando le pregunto su nombre, ella entiende que le estoy preguntando que papel va a desempeñar el día de hoy. Hasta este momento esperaba que me dijera madre, mujer que trota, vendedora, o lo que fuese. Yo sabía que igual iba a caminar por la acera cuando Adriana llorara frente a Carlos Raúl, para no ver tan blanca y pelada la pared posterior. Sin embargo, la que ahora deja a Estefanía López y su personaje de Adriana en el camino y se transforma en la verdadera protagonista de nuestra historia, responde sin ningún tipo de remordimiento, con el orgullo de haber sido pautada en una escena de los protas, y con sus veinte años a cuestas, que ella fue pautada como “trascendente”.
Por supuesto creo que me engañan mis oídos, y repregunto. Nuestra amiga que acaba de dejar la oruga de “modelo-extra” para surgir como la mariposa protagonista indiscutible de ese día, repite aún más orgullosa: “Vengo de trascendente”.
Como los portuguesitos a quienes se les apareció la Virgen de Fátima, o como el indio Juan Diego ante la Guadalupe, yo me niego a creer que eso es cierto. Cuan equivocado estaba.
Me lanzo con una explicación de la palabra trascendente, de los pensadores que han trascendido con sus escritos, de los pintores que han trascendido con sus obras, de las civilizaciones que han trascendido con sus edificaciones. Y le trato de explicar, muy respetuosamente (bueno más o menos respetuosamente), que no dudaba que algún día ella pudiera trascender, que creara la cura del cáncer, ganara un premio en Cannes, o escribiera un libro que revolucione la manera como vemos el mundo, pero que ese día, en esa calle horrorosa de Montalbán, en esas escenas de “Te tengo en salsa”, no veía como podía ser trascendente.
Cuando ya yo nombraba a Platón y a Picasso, y me disponía a seguir con las referencias eruditas, la joven, manteniendo su posición, hace lo que las vírgenes a Juan Diego y a los portuguesitos: me muestra pruebas. Toma su cartera, saca con cuidado el papelito que le entregaron en reparto en RCTV, lo desdobla y me lo pone enfrente para que lo lea. Y me dice “¿Ves?”.
Pero así como en una telenovela, en la que todos vivimos engañados y tarde o temprano nos enteramos de la verdad, me toca a mi dar el parlamento de final de capítulo: “Aquí no dice trascendente, aquí lo que dice es transeúnte”.
Luego de un silencio en el que yo no podía contener la risa ni un segundo más, la señorita, sin amilanarse ni un poquito en sus deseos de trascender, me replica: “Transeúnte, trascendente, no es lo mismo?”
Tuve que pasar muchos días pensando sobre este tema, contándolo como un chiste a mis amigos, recordando el orgullo de la señorita, para finalmente darme cuenta que ella tenía razón. Entendí todo. Ella tenía razón y no yo. ¿A quién le importa ser trascendente o ser transeúnte? ¿A la hora de la verdad no es lo mismo? ¿Si las palabras se parecen tanto por algo será? ¿Quién dice que es más trascendente Platón que la modelo en Montalbán? ¿Sabrá esta niña quién es Platón? ¿Lo sabrá algún día? ¿Cuanta gente en este país ha leído a Platón? ¿Cuantos vieron esa escena de los protas en Montalbán cuando fue transmitida?
Por mis humildes conocimientos del venezolano promedio, tengo la impresión que mucha más gente vio a la transeúnte trascendente en “Te tengo en salsa”, que la página dos algún libro con los “Diálogos” de Platón. Entonces ¿quién tiene la razón?
Creo que la cultura está cambiando tanto, tan rápido, en direcciones tan inusitadas, que es dificilísimo plantearse la trascendencia. Lo efímero manda, lo rápido, lo superficial. Nos atomizamos tanto cada día como sociedad, y quemamos nuestros cartuchos con tal deleite, que nuestra anhelada trascendencia de cuando solo nos dedicábamos a ser directores de teatro parece un lejano recuerdo de una vida pasada, que si no fuera por una caja llena de recortes de periódico en el maletero, dudaríamos de su existencia.
No sé que es lo que va trascender en el futuro, pero tuve la suerte de conocer a alguien que sabía que en el preciso instante en que le tocara caminar en una calle de Montalbán siendo fondo al amor de dos protagonistas de una telenovela venezolana, iba a ser total y absolutamente trascendente.
Yo por lo pronto, con una vida intentando encontrarme como artista, me acabo de dar cuenta que tengo que conformarme con ser… un simple transeúnte.